Voyage à La Rochelle 1. Hendaye

Llego a Hendaya y el sol perpendicular a mis ojos se esconde detrás de las colinas. Me recibe amplia la playa, la marea creciente, como la luna.
Los surfistas trazan caminos sobre las olas, las olas cantan una canción suave, un murmullo acogedor. La gente deja huellas en la orilla, con la certeza irrepetible del instante. Las borrará el océano, y no tendrá ninguna importancia.
El viento ni siquiera susurra, todo se adormece. La luz cambia y del azul vira al violeta, al morado, al rosa. Se refleja en el espejo que abandonan las olas sobre la arena.
Juraría que he visto tras los montes oscuros el rayo verde, le rayont vert, pardonez moi pas'ceque je ne parle pas an bon français... encore.
Dejo atrás un viaje aderezado con una morcilla llegada del cielo en Lerma, bajo el sol de las tres de la tarde de un septiembre mediado que promete más calor.
Los árboles también saben que el invierno tardará en llegar, y no esperan nieves. El planeta se calienta, y ellos piensan que es de dentro hacia afuera, y no por nuestros imponderables. Pero mejor nosotros lo seguimos pensando porque la verdad es que se va a respirar mucho mejor en unas ciudades movidas por el viento y por el sol en vez de por los ruidosos motores de explosión.
Ellos, como tantas otras cosas, ya cumplieron con su tiempo. Siguen ahí, pero pertenecen al pasado. Mientras tanto, los utilizamos, como tantas otras cosas que ya nunca volverán a ser nuevas, pero que todavía nos sirven, aunque ya intuyamos que algun día nos van a resultar más que incómodas.
En el camino he visto los síntomas más extraños de una crisis apabullante como la que se supone que nos embarga. Cientos de camiones en unas autopistas abarrotadas, con circulación fluída de coches que no eran precisamente para el plan Renove, sino con poca edad.
La gente, un martes cualquiera, ocupa los bares y los restaurantes, y ni aquí ni en España piden precisamente bocadillos.
Desgraciadamente, hay varios millones que se ven con el agua al cuello y hay quien quiere hacernos creer que esto va a durar muuuuucho. Así, los que todavía trabajamos estaremos asustados porque igual perdemos nuestros garbanzos, y los que no tienen trabajo directamente entran en pánico, como si por el mero hecho de depender de las ayudas fueran a ser teletransportados a los campos de refugiados de Darfur o a meterse en el cuerpo de una mujer violada en Kivu norte.
Y no va a ser así. Son gente sin trabajo, jodida, con la obligación de hacer números a cada paso que dan en el supermercado. Nadie se ocupa de recordarles que tienen cerca un supermercado, que tienen familias que les pueden ayudar, amigos. Que si lo peor ocurre (que la familia y los amigos están igual) hay organizaciones para que, pongo a dios por testigo que nunca ninguno de ellos volverá a pasar hambre.
No quiero quitar importancia al marrón que os estais comiendo los que ahora estais sin trabajo. Sólo quiero que dejeis de tener miedo. Repito: dejad de tener miedo.
El miedo es una energía muy poderosa, una emoción tan potente que casi de forma automática atrae lo que se teme, sea lo que sea. La explicación está en la mecánica cuántica, pero admito mi ignorancia al respecto. Deciros que he comprobado sus efectos, y con eso a mí me vale. Nada como la ciencia empírica.
Las cosas están mejor de lo que nos cuentan, pero no nos lo dicen porque está muy bien tener a una población amedrentada. Como mucho, entraremos en el cabreo y en la ira, y nos dejarán el derecho al pataleo. Pero con nuestro miedo no podemos pensar en otras actuaciones, o falta de las mismas, con las que podríamos afrontar estos tiempos.
¿Es que a nadie se le ha ocurrido que TODOS podríamos dejar de comprar alguna marca durante, por ejemplo, una semana o dos, al saber que ha hecho una regulación de empleo poco justificada? ¿qué pensais que pasaría? Que irían a la quiebra y echarían al resto, dirán los que todavía se creen el discurso oficial. Pues no. Los empresarios salvarían el culo, como pasó con Díaz Ferrán y sus empresas, como que la gente compró billetes y paquetes de vacaciones hasta el último día.
Los consumidores somos el poder más absoluto en esta sociedad. Afortunadamente para los que todavía la dirigen, por el momento no nos hemos dado cuenta.
Si decidimos boicotear algo, seguro que las consecuencias son enormes. Y si la empresa decide seguir aplastando a sus trabajadores, los señores que la gestionan tienen nombres y apellidos, y antes o después montarán o gestionarán otra empresa, pero los consumidores podremos estar detrás de ellos y boicotearlos de nuevo. De donde ellos vayan, nosotros nos borramos.
No puedo calcular cómo caerían las fichas de este dominó, pero, dado que muchos trabajadores ya están jodidos, igual ya es hora de hacer una huelga no de dejar de trabajar un día y que nuestros empresarios se forren el riñón con lo que se ahorran al descontarnos ese día del salario. Una huelga de dejar de comprar.
Y por ahora no estoy proponiendo dejar de comprarlo todo, porque llamaríamos a gritos a la deflación y los japoneses no quedaron muy contentos con el tema. Que por cierto, sigue.
Y vuelvo a Hendaya.
Las olas me llaman, sus voces entran embriagadoras por las ventanas, en este casi otoño caliente en el País vasco francés. Caliente por las buenas, porque se puede caminar junto a la playa a las diez de la noche y no hace frío, no hace viento, casi no hay relente.
El planeta se calienta, y, mientras podamos, vamos a disfrutarlo.
Voy a dormir con las ventanas abiertas.
Buenas noches y buena suerte.

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